Soy María y tengo 40 años. Mi historia comienza hace muchos años; exactamente, el 1998, cuando dejé de amamantar a mi primer hijo, el cuál nació cuando yo era muy jovencita (tenía 18 años).
Me noté un bulto en la mama derecha, así que concerté cita con una ginecóloga que me dijo que no era nada, que seguramente era de leche y que se disolvería solo. Así que me quedé muy tranquila y seguí con mi vida, pero el bulto jamás desapareció.
Durante el año 2013 empecé a notar presión en el mismo pecho y me asusté. Me sentía desconcertada y no sabía qué hacer, pero opté por callar y no darle importancia hasta que, un año después mientras me duchaba, noté que el bulto que supuestamente no había cambiado en tantos años, había doblado su tamaño.
En ese momento supe con certeza lo que tenía, ya que mi corazón así me lo decía. Pero, nuevamente, callé. Callé por miedo y porque no quería aceptar todo el cambio que eso iba a generar en mi vida y en mi familia.
Además, en ese momento, estaba sumida en un profunda depresión por motivos de salud de mi hijo menor.
Todo ello me llevó a cometer el peor error de mi vida. Decidí que dejaría que la enfermedad siguiera su curso mientras disfrutaba con mi familia de todo lo que pudiera, porque pensaba que, tarde o temprano, ya no podría hacerlo.
Siento tener que contar lo que viene ahora, ya puede herir susceptibilidades; lo sé. Pero prometo que lo hago porque es una liberación para mí, ya que esta historia, mi historia real, no he podido contársela a nadie, ni siquiera a mi oncóloga.
Mi pecho siguió enfermando y pasando por todos y cada uno de los síntomas que se detallan en las campañas de prevención. Muy pronto también detecté un bulto en el otro pecho (el izquierdo) y ahí comenzó lo peor, ya que empezó a crecer de una manera descomunal. Llegó el verano de 2016 y sentía unos dolores terribles que cada vez iban a peor. Yo aguantaba lo que podía para que nadie lo notara, pero las noches eran horribles y muchas veces quería que, simplemente, mi corazón dejara de latir para ya no sufrir más.
Diciembre, enero y febrero fueron unos meses de mucho dolor físico, pero sobre todo de un estado mental límite. Seguir llevando la enfermedad oculta era, simplemente, demasiado para mí y sentía que me iba a volver loca. Tenía los nervios destrozados, no dormía y vivía en una soledad inmensa. Que se supiese se estaba convirtiendo en una necesidad de vida o muerte.
El 20 de febrero no había dormido nada ( mi pecho estaba ya ulcerado y hasta sangraba), así que decidí hablar con mi marido, que me llevó a urgencias. Allí, como os podéis imaginar, todos las enfermeras y doctores se quedaron muy impactados al ver mi pecho y el diagnóstico fue prácticamente inmediato: cáncer de mama con metástasis en torax y axilas. Después del TAC también se confirmó la presencia de metástasis en huesos y pulmones.
A día de hoy, voy por el 4º ciclo de quimioterapia. Llevo una vida muy tranquila ya que el tumor se ha reducido muchísimo y no tengo nada de dolor, por lo que puedo hacer vida casi normal, si no fuera por el cansancio.
He vivido este cáncer seguramente muy distinto a cualquier otra mujer. Muchas veces me siento culpable, otras siento mucha pena por mí misma y otras, simplemente, siento que la vida es así y no hay que buscarle otra explicación.
Mi lema hoy en día es que la vida y la muerte son algo natural y hay que aceptarlo serenamente.